¿Qué ocurre cuando el poder y la adicción se entrecruzan?

Un presidente bajo el efecto de sustancias psicoactivas podría ver afectada su capacidad de análisis, su control emocional y su criterio político.

Cuando un excanciller con décadas de experiencia política decide publicar una carta abierta en la que expresa su preocupación por el comportamiento del presidente, el país debe prestar atención. Pero cuando esa carta sugiere que el jefe de Estado podría estar bajo los efectos de sustancias psicoactivas, el debate trasciende la política y entra de lleno en el terreno de la salud pública, la ética institucional y la estabilidad democrática. La reciente denuncia de Álvaro Leyva no puede ser vista como un simple desencuentro burocrático o una disputa partidista: plantea interrogantes graves sobre el ejercicio del poder en condiciones posiblemente comprometidas. ¿Cómo responde una democracia cuando su máximo líder podría no estar en plenas facultades?





La drogadicción, entendida como una enfermedad crónica que afecta el cerebro y el comportamiento, es un problema de salud pública que no distingue entre clases sociales, profesiones ni niveles jerárquicos. Sin embargo, cuando se trata de una figura de poder como un presidente, las implicaciones trascienden lo individual. El consumo habitual de sustancias puede deteriorar la toma de decisiones, la capacidad de juicio, la estabilidad emocional y el desempeño ejecutivo, con consecuencias directas para todo un país.

En este contexto, la denuncia de Leyva no debe tomarse a la ligera ni desde la ligereza del escarnio. Colombia, como muchas otras naciones, ha librado una compleja batalla contra el narcotráfico, cuyos tentáculos se han enredado con la política, la economía y la vida cotidiana. Si un jefe de Estado resulta ser consumidor habitual de drogas, el mensaje que se transmite al país es contradictorio y debilitante. ¿Cómo se puede liderar una cruzada contra las drogas si desde el Palacio de Nariño se tolera o practica el consumo?

El poder político exige no solo una conducta ética, sino también un equilibrio mental y emocional que garantice el cumplimiento del mandato popular. Cuando el líder máximo de una nación compromete su salud o estabilidad emocional por una adicción, se pone en juego el orden institucional. Las decisiones presidenciales no solo afectan a un gabinete o a un congreso, sino a millones de ciudadanos, tratados internacionales, la economía y la seguridad nacional.

Adicionalmente, el silencio o la complicidad del círculo cercano, como denuncia Leyva, agrava aún más el problema. Cuando quienes rodean al presidente eligen callar o justificar conductas erráticas, se rompe la cadena de control institucional y se prioriza el poder sobre el deber. Esta “omertá política” contribuye a la opacidad y a la crisis de confianza, dos elementos letales para cualquier democracia.

Desde el punto de vista ético, un presidente adicto pone en tensión la responsabilidad moral de quienes lo eligieron. ¿Debe un país tolerar que su principal figura de autoridad no esté en condiciones plenas para ejercer su rol? ¿Se justifica la continuidad en el poder bajo argumentos de privacidad, o debe primar el interés público y la transparencia sobre el estado de salud física y mental del mandatario?

El precedente internacional tampoco es ajeno a esta discusión. Casos de mandatarios con problemas de alcoholismo, trastornos mentales o consumo de drogas han sido documentados, y en varios de ellos se activaron mecanismos institucionales para removerlos del poder o someterlos a tratamiento. Colombia, en tanto democracia sólida pero vulnerable, debe estar preparada para evaluar este tipo de situaciones con seriedad, sin caer en el amarillismo ni en la persecución política.

Leyva, con una prosa grave y directa, lanza un llamado no solo al presidente, sino al país entero. Su carta es una alerta, un acto político con vocación de advertencia que interpela a la sociedad civil, a los partidos, a los medios y a las instituciones de control. El silencio institucional ante lo que podría ser un problema de salud en la cúpula del poder es tan peligroso como el problema mismo.

No se trata de criminalizar la enfermedad ni de reducir el problema a un escándalo pasajero. El consumo de sustancias debe abordarse desde una perspectiva humana, sanitaria y también política. Si el mandatario padece una adicción, debe recibir atención profesional y, si el caso lo requiere, ceder temporal o definitivamente sus funciones para garantizar la estabilidad del país.

El deber de cuidar la democracia incluye también velar por la salud mental de quienes la dirigen. Negar, encubrir o minimizar una posible adicción en la presidencia no es proteger al líder, sino ponerlo en riesgo junto con toda la nación. La transparencia, la intervención oportuna y la institucionalidad deben prevalecer sobre cualquier lógica de poder o imagen.

Ignorar esta alerta sería más grave que el escándalo en sí. Colombia no puede seguir blindando el poder con pactos de silencio ni normalizando la disfunción institucional como parte del juego político. Si un presidente enfrenta una adicción, la solución no es esconderlo tras discursos ni rodearlo de cortesanos que lo aplauden, sino activar los mecanismos constitucionales, médicos y sociales que protejan la integridad del Estado. No hay gobernabilidad sin lucidez, ni liderazgo real sin responsabilidad. Porque cuando el poder se ejerce desde la oscuridad, la democracia entera paga el precio.

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