En Colombia, insultar no es solo un acto de ira: es un arte, una herramienta cultural, un pasatiempo. El «HP» —abreviatura amorosa de «hijo de puta»— es tan versátil que lo usamos para felicitar, maldecir o asombrarnos. Pero, aunque en la esquina del barrio esto sea el pan de cada día, hay algo extraño cuando el presidente de la República y su ministro de Salud deciden adoptar la misma estrategia comunicativa que un chofer varado en pleno centro de Bogotá: a punta de madrazos.
Todo empezó —o más bien, se desbordó— cuando Gustavo Petro, en un acto público en Soledad, Atlántico, soltó sin despeinarse un «mucho HP» dirigido al presidente del Senado, Efraín Cepeda. El crimen de Cepeda: no facilitarle la vida para aprobar la famosa consulta popular de Petro. Así, entre promesas de revolución y arengas de esperanza, se coló un madrazo presidencial como quien echa limón al café.
Podríamos pensar que fue un simple desliz, un arranque de sinceridad. Pero no. Resulta que el contagio verbal dentro del gabinete no tardó en manifestarse. Casi al mismo tiempo, el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, en una visita a Puerto Gaitán, Meta, se dejó llevar por la emoción y le dijo «hijueputa» —así, sin anestesia— a la gerente de un hospital público, porque no soportaba las condiciones del centro médico. Un poco más y le tira el fonendoscopio por la cabeza.
¿Casualidad? ¿Nueva política de Estado? ¿Algún taller de comunicación asertiva mal dictado? El caso es que, en menos de una semana, el alto gobierno pasó de gobernar con decretos a gobernar con insultos. Y nosotros, como buenos espectadores de esta tragicomedia nacional, pasamos de indignarnos a carcajearnos… porque si no, el estrés nos mataría antes que cualquier política pública.
Volviendo a la historia del «HP», en Colombia este término puede ser una joya lingüística. Dependiendo del tono y el contexto, puede ser un cumplido («ese tipo es un HP trabajando») o una ofensa de proporciones épicas («ese HP me robó el celular»). Lo que nunca fue, hasta ahora, era un protocolo oficial de relaciones intergubernamentales. Al menos no en público y frente a la prensa.
Que un presidente use el «HP» como herramienta de persuasión legislativa ya es preocupante. Pero que su ministro de Salud le siga los pasos, y en versión recargada, insulta directamente a una mujer funcionaria en su propio puesto de trabajo, ya raya en lo grotesco. Imagínense a un médico en consulta gritándole «¡HP!» al paciente porque no se toma el antibiótico. Así de ridículo se ve.
¿Será que el insulto es ahora el nuevo Plan Nacional de Desarrollo? ¿Que en vez de debates parlamentarios, vamos a ver combates de freestyle entre ministros y congresistas? ¿Que los «Diálogos Regionales Vinculantes» serán a los gritos? No sé ustedes, pero yo ya estoy practicando mis rimas para cuando el gobierno convoque.
En su defensa, tanto Petro como Jaramillo alegan nobleza de espíritu: que sus palabras nacen de la indignación ante la injusticia, el dolor social, el abandono estatal. Perfecto, lo entendemos. Pero indignarse y perder la compostura en público no son sinónimos. Mandela estuvo 27 años preso y jamás salió a repartir madrazos. La dignidad, señores, no se mide en decibeles.
Peor aún: la reacción posterior de ambos fue la joya de la corona. Petro, en modo poeta, dijo «yo no digo groserías, pero quise decir una». Una especie de versión criolla de «peco pero rezo». Y Jaramillo, digno discípulo, trató de matizar el escándalo alegando que lo malinterpretaron. Porque claro, «hijueputa» en su idioma materno, seguramente significa «dama de ilustre temple».
La pregunta de fondo es: ¿qué imagen proyecta Colombia al mundo? ¿Que somos un país donde el primer mandatario insulta congresistas, y los ministros insultan gerentes de hospitales? ¿Dónde las diferencias políticas se resuelven con epítetos de cantina? ¿Dónde el Estado se gobierna a lo «mecha corta»? Da risa, sí. Pero también da pena.
Y no, queridos defensores de oficio: esto no es ser auténtico, ni del pueblo, ni valiente. Esto es simplemente falta de autocontrol, de inteligencia emocional, de altura política. Gobernar un país no es un debate de barrio. No es lanzar el primer madrazo y esperar aplausos. Es, mal que bien, saber que uno carga sobre los hombros algo más importante que su ego: el futuro de millones.
Así que mientras en Palacio afinan el diccionario de insultos oficiales, nosotros afinamos el oído para los próximos escándalos. Porque en este gobierno, al parecer, cada rueda de prensa, cada consejo de ministros y cada acto público es un episodio más de «La Casa de los HP: versión criolla». Y lo peor es que, como en toda serie, ya estamos tan enganchados… que no podemos dejar de ver.