Gustavo Petro, el gran estratega de la retórica, parece haber entendido desde temprano que las palabras son más poderosas que los hechos. No hay mejor ejemplo de su habilidad para transformar cualquier escenario en un espectáculo que su llegada al poder, donde el discurso del «cambio por la vida» sirvió como una especie de pócima mágica para enamorar a muchos atulampados. Claro, ¿cómo no confiar en alguien que promete cambiarlo todo mientras se asegura de mantener los viejos vicios a buen resguardo?
Desde el primer día, Petro se encargó de posicionarse como el salvador de un pueblo que, según él, había estado perdido en un abismo creado por el neoliberalismo. Su capacidad para dividir a los ciudadanos entre los «buenos» y los «malos» es digna de un maestro de la polarización. Eso sí, con un toque de carisma que convierte cualquier crítica en un ataque personal contra su cruzada mesiánica. Petro no lidera; Petro predica. Y sus seguidores, fieles y estúpidos devotos, escuchan atentos, como si de un sermón dominical se tratara.
Es imposible ignorar su fascinación por las teorías grandilocuentes. Petro parece convencido de que puede reescribir la economía mundial desde un micrófono. Los expertos hablan de inflación y déficit, pero él prefiere hablar mierda y divagar sobre cómo una economía «productiva» basada en sueños puede resolver los problemas del país. Mientras tanto, las arcas públicas parecen seguir el camino inverso: vaciarse más rápido de lo que él puede llenarlas con promesas vacías.
Y hablando de promesas, pocas figuras han logrado vender tantas ilusiones con tan poco respaldo. Su discurso sobre la paz total es, sin duda, un ejercicio magistral de imaginación. Según él, basta con sentarse a conversar con los criminales más peligrosos para que, de repente, se conviertan en agentes de cambio social. ¿Qué importa que, mientras tanto, las cifras de violencia sigan en aumento? Lo importante es la narrativa.
Por supuesto, la imagen de Petro no estaría completa sin su relación especial con el poder. En su mundo, el poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. Cada decisión parece diseñada para consolidar su control, desde los cambios en las altas esferas del gobierno hasta su intento por mantener a raya a las instituciones que osen cuestionarlo. Petro gobierna como si el país fuera su laboratorio personal, donde cada experimento político tiene un solo objetivo: perpetuar su legado.
No se puede pasar por alto su habilidad para crear enemigos imaginarios. Petro necesita un villano constante para justificar sus fracasos. Si no es la oposición, es la prensa; si no es la prensa, es el empresariado. En su narrativa, todos conspiran contra su noble causa, lo que le permite hacerse el güevón y evadir cualquier responsabilidad. Después de todo, ¿cómo culparlo a él cuando el sistema entero está en su contra?
Su manejo de las redes sociales es digno de un influencer y activista, no de un presidente. Petro gobierna a golpe de trino, utilizando X (antes Twitter) como su plataforma favorita para anunciar decisiones de Estado o responder a sus críticos. Esto no solo genera caos, sino que también deja en evidencia su inclinación por el espectáculo mediático. Para Petro, gobernar es menos importante que dominar la conversación pública.
Y mientras tanto, el país avanza a trompicones, atrapado entre las contradicciones de un líder que promete progreso mientras parece empeñado en mantenernos anclados al pasado. Sus políticas económicas han generado incertidumbre, sus reformas estructurales han encontrado resistencia, y su retórica incendiaria no ha hecho más que profundizar las divisiones sociales. Pero, para Petro, esto le importa un culo. Lo importante es mantener viva la narrativa del cambio, aunque sea solo en apariencia.
Es curioso cómo este impostor ha logrado construir una imagen de hombre del pueblo mientras lleva a cabo políticas que benefician más a su círculo cercano que a la ciudadanía. Su habilidad para rodearse de personajes cuestionables no es casualidad; es una estrategia calculada para asegurarse de que siempre haya alguien dispuesto a defenderlo, sin importar cuán cuestionables sean sus acciones.
Y aquí estamos, observando cómo se desarrolla este peculiar experimento político. Petro, el arquitecto de su propia realidad, sigue convencido de que puede moldear el país a su antojo. Pero la realidad, esa que no se puede ocultar con discursos ni trinos, tiene una forma de imponerse. Tarde o temprano, las consecuencias de sus decisiones alcanzarán incluso a aquellos prosélitos que hoy lo aplauden.
Quizás, algún día, este guerrillero descubra que gobernar no se trata solo de hablar, sino de hacer. Pero, hasta entonces, seguiremos siendo testigos de su particular interpretación de lo que significa liderar un país. Una interpretación donde las intenciones importan más que los resultados, y donde las promesas son más importantes que los hechos.
En el fondo, Gustavo Petro no es más que un reflejo de nuestras propias contradicciones como sociedad. Un líder que representa tanto nuestras aspiraciones como nuestras frustraciones. Y mientras él sigue escribiendo su propia historia, nosotros, los ciudadanos, seguimos pagando el precio de su ambición desmedida y sus sueños imposibles.