Una vez más, señoras y señores, se avecina el evento más esperado del año… ¡y no, no hablo de los Premios Oscar! Me refiero, por supuesto, al grandioso cónclave vaticano, ese desfile milenario de sotanas y misterios donde un puñado de ancianos, ataviados con sombreros medievales y joyas dignas de un desfile de Chanel, se encierran para decidir quién será el próximo CEO de la fe católica. Perdón, quise decir: el nuevo Papa.
Ah, el humo blanco, el humo negro… todo un despliegue pirotécnico para mantener en vilo a millones de fieles que esperan ansiosos la llegada del nuevo «pastor», mientras los lobos siguen cómodamente instalados en la cueva dorada. Porque, claro, nada grita humildad y servicio como un Estado propio de 44 hectáreas decorado con mármol de Carrara, frescos de Miguel Ángel y una reserva financiera que haría sonrojar a Jeff Bezos.
Uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que en pleno 2025 sigamos dándole vueltas a este circo sagrado. ¿Será que el misticismo nos puede más? ¿O que esa fascinación morbosa por ver a un montón de cardenales encerrados sin WiFi hasta elegir un líder tiene un magnetismo irresistible? La verdad es que la trama supera cualquier serie de Netflix: un montón de hombres, todos solteros declarados, decidiendo sobre la vida espiritual de más de mil millones de personas. Spoiler: ninguno de ellos sabe lo que es tener una familia, criar hijos o sobrevivir con salario mínimo, pero oye, ¡expertos en moralidad!
Y mientras se santiguan y rezan para ser «inspirados por el Espíritu Santo», uno no puede dejar de notar que los verdaderos criterios parecen ser mucho más terrenales: influencia política, alianzas internas, y por supuesto, mantener intacto ese modelo de negocio que ha convertido a la Iglesia en uno de los emporios más rentables del planeta. Porque si algo sabe hacer la Iglesia Católica, es transformar la fe en dividendos.
Ahora bien, hay un pequeño elefante en la Capilla Sixtina (aparte del delirio arquitectónico): los escándalos de abusos sexuales que han sacudido los cimientos de la institución durante décadas. Pero, ¡shhh!, eso no se menciona durante el cónclave. No vaya a ser que, entre tanto incienso, se nos queme la reputación. Mejor seguimos hablando de amor, caridad y perdón, mientras se indemniza en silencio y se cambia de parroquia a los depredadores disfrazados de curas. Eso sí, todo por la gracia de Dios.
Lo más fascinante es que, pese a estos horrores documentados y condenados mundialmente, las iglesias siguen llenas (bueno, más o menos) y las arcas siguen rebosantes. ¿Cómo lo logran? Aquí entra el verdadero milagro: la capacidad sobrenatural del Vaticano para blindar su imagen, vender espiritualidad en cómodas cuotas y convencer a sus fieles de que, a pesar de todo, «esta es la única verdad». Un lavado de cerebro con siglos de experiencia.
Y es que hay que admitirlo: el marketing vaticano es una obra maestra. Mientras otras instituciones caen ante el más mínimo escándalo, el Vaticano sobrevive guerras, crisis y… redes sociales. ¿Que aparecen nuevos casos de abusos cada semana? No pasa nada, se lanza una campaña de perdón público, se beatifica a algún santo olvidado y se hace una gira papal en países empobrecidos (porque ahí siempre queda fe y, sobre todo, generosidad).
El protocolo del cónclave es otro ejemplo de lo anacrónico que resulta todo esto: juramentos secretos, puertas cerradas con llave y un misterio casi místico sobre quién será el elegido. Porque sí, en un mundo donde podemos ver en tiempo real lo que desayunó Elon Musk, la Iglesia aún nos vende la idea de un proceso «divino» que debe estar envuelto en el más absoluto secretismo. La transparencia es para los pecadores, no para los iluminados.
Y no podemos olvidar el vestuario, ¡qué elegancia la de Francia! Esos hábitos diseñados al milímetro, esas capas púrpuras, anillos de oro y báculos que parecen salidos de un cuento medieval… todo pensado para recordar que la austeridad solo aplica a los de abajo. Arriba, el reino de Dios se parece mucho a un desfile de alta costura.
Lo más irónico es que muchos fieles, hartos y desencantados, continúan defendiendo la institución con uñas y dientes. «No todos los curas son iguales», repiten como un mantra, mientras hacen la vista gorda a una maquinaria que lleva siglos lucrándose de la fe ajena. La misma maquinaria que predica la pobreza desde tronos dorados y la castidad desde habitaciones secretas.
¿Y qué podemos esperar del nuevo Papa? Pues lo mismo de siempre, pero con nuevo logo. Quizás algún gesto progresista para calmar las aguas, alguna frase conmovedora que se haga viral y, con suerte, un par de reformas cosméticas. Pero la estructura, el negocio, seguirá intacto. Porque en el Vaticano, más que en cualquier otro lugar, la tradición pesa más que la verdad.
En resumen, nos espera otro capítulo glorioso de este gran reality show celestial. Millones atentos, cámaras apuntando, titulares listos… y mientras tanto, las víctimas siguen esperando justicia y el mundo sigue preguntándose cómo es posible que este espectáculo aún tenga audiencia.
Así que, queridos lectores, preparen las palomitas (bendecidas, por supuesto) y disfruten del show. Porque si algo sabe hacer la Iglesia Católica, es convertir el pecado en espectáculo… y el espectáculo en dinero. Amén.