Vivimos tiempos emocionantes. El ser humano moderno ya no solo come para vivir. Ahora desayuna cápsulas, almuerza batidos verdes y cena suplementos con nombres impronunciables. Y no, no porque esté enfermo. Al contrario: porque quiere “optimizarse”. Ser mejor, más fuerte, más despierto, más joven, más inmortal. Porque si algo aprendimos en los últimos años es que el cuerpo humano está mal diseñado… hasta que le metes 300 euros en frascos de colores.
Pero seamos honestos: lo que buscamos con este nuevo evangelio del bienestar no es salud. Es control. Queremos sentir que dominamos nuestra biología, que podemos vencer al cansancio con magnesio, al estrés con ashwagandha y a la vejez con colágeno sabor piña. Queremos que un polvo mágico arregle lo que no resuelve una dieta equilibrada, el sueño profundo o la terapia. Porque eso sí: “mejor gasto en vitaminas que en psicólogo”, dicen algunos con tres cajas de melatonina en la mochila.
🧠 Si no te hace efecto, al menos se ve bonito en la repisa
Los suplementos de hoy no son cualquier cosa. Vienen con etiquetas brillantes, tipografías minimalistas, palabras como “natural”, “orgánico”, “inteligente”, “ultraabsorción” y otras joyas de marketing molecular. No importa que no tengan evidencia real de su eficacia: si tienen un empaque elegante y un influencer con abdominales que los promociona, ya es medicina emocional.
Y claro, no puedes tomar solo una cosa. Tienes que hacer un stack: vitamina D3 con K2, omega 3, zinc, complejo B, probióticos, pre y postbióticos, colágeno hidrolizado, maca andina, L-teanina, ginseng coreano, clorofila líquida, magnesio en tres versiones… y un multivitamínico “por si acaso”. Más que un botiquín, parece la mochila de Batman.
La lógica es sencilla: más es mejor. Y si algo no funciona, es porque “tu cuerpo está muy intoxicado”, “no lo estás combinando bien” o “necesitas al menos tres meses para notar resultados”. Resultados que, por cierto, suelen ser tan sutiles que podrías atribuirlos al placebo, a dormir mejor o a simplemente dejar de vivir como un gremlin.
🧃 El negocio de la salud… sin enfermedad
La industria lo sabe: la salud vende. Pero la salud sin enfermedad vende aún más. Porque quien está enfermo va al médico. Pero quien se siente “cansado”, “bloqueado”, “oxidado” o simplemente “desenfocado” es un blanco perfecto para el suplemento de moda. Hoy, el marketing ya no apunta al diagnóstico médico, sino a ese malestar indefinido que todos sentimos después de trabajar, comer mal, no dormir y mirar el celular como zombies.
Y ahí entra el verdadero milagro: venderte el suplemento como si fuera un superpoder embotellado. ¿Quieres concentración? Toma esto. ¿Ansiedad? Aquello. ¿Cabello débil? Este. ¿Exceso de pensamiento existencial a las 3 AM? ¿Y si pruebas con adaptógenos ayurvédicos? Es un buffet farmacéutico sin receta… pero con código de descuento del influencer de turno.
Lo fascinante es cómo te convencen de que estás incompleto sin su producto. No importa que lleves años sin ninguna deficiencia documentada. Según TikTok, si no tomas colágeno, en tres meses serás un esqueleto reseco. Y si no tomas vitamina C liposomal, no sobrevivirás al viento del otoño. Todo es urgente. Todo es insuficiente. Y si dudas, es porque aún estás “vibrando bajo”.
🚽 ¿Dónde va todo lo que tomas?
Hay una gran verdad que nadie te dice al comprar tu pack de “wellness total”: lo más caro de los suplementos no es su precio, es el lujo con el que los meas. Porque sí, una buena parte de ese magnesio de origen volcánico y esa vitamina E prensada en frío… acaba en tu inodoro antes de que tu cuerpo decida siquiera registrarlo.
Pero tranquilos, eso no detiene a nadie. De hecho, hay quienes lo consideran una especie de inversión espiritual. Como si cada cápsula fuera un rezo moderno. Un acto de fe encapsulado. “Tal vez no me cure nada, pero me hace sentir que estoy haciendo algo por mí”. Y eso, al parecer, ya es suficiente.
Lo inquietante es que, detrás de esta tendencia, se esconde una dependencia disfrazada de autocuidado. Porque una cosa es tomar un suplemento por indicación médica. Otra es no poder salir de casa sin tu botellita de vitamina líquida con gotero dorado, como si fueras una caricatura de ti mismo.
🧬 ¿Y si el problema no era la falta de vitaminas?
El gran dilema no está en el colágeno ni en la cúrcuma. Está en por qué sentimos que necesitamos comprar algo constantemente para estar bien. Por qué nos cuesta tanto confiar en nuestro cuerpo, en una dieta normal, en el descanso, en la constancia. Por qué buscamos fórmulas rápidas para solucionar problemas que requieren tiempo, paciencia, y a veces, un poco de incomodidad.
Pero claro, eso no se vende bien. Lo que sí se vende bien es una cápsula de 29.99 con etiqueta holográfica. Es más fácil comprar bienestar que construirlo. Más cómodo tragar una pastilla que cambiar un hábito. Más sexy decir “estoy en protocolo de suplementación activa” que “empecé a dormir más y tomar agua”.
Y así seguimos, llenando nuestro cuerpo de cosas que tal vez no necesita, y vaciando nuestras cuentas en frascos con nombres prometedores. Nos reímos del pasado, cuando la gente iba a curanderos. Hoy, el curandero tiene página web, branding minimalista y envíos internacionales. La promesa es la misma: salud instantánea. Solo que ahora viene con envío gratis en 24 horas.
¿Lo peor? Tal vez en unos años descubramos que todo esto no servía para nada. Pero ya será tarde. Estaremos tan ocupados comprando el nuevo suplemento “regenerador de mitocondrias cuánticas” que no importará. Eso sí: con una sonrisa blanca, una piel radiante… y un pis que brilla en la oscuridad.