Lo que en la actualidad podría considerarse como un verdadero desastre sanitario, en el siglo diecinueve parecía ser algo completamente normal.
Hablamos de los hospitales. Estos establecimientos supuestamente destinados a la atención y cura de enfermos eran en esa época caldo de cultivo para las infecciones.
Cuando se visitaba a un paciente, no era extraño encontrarle en medio de sábanas mohosas y repletas de gusanos. Quejarse no era una opción, pues eran las condiciones habituales de los sanatorios.
Este horroroso escenario incluía pasillos y habitaciones que apestaban a orina, sangre, vómito y otras secreciones corporales. Incluso olía tan mal que el personal sanitario muchas veces se veía obligado a llevar pañuelos en sus narices para soportar el nauseabundo ambiente.
Sin embargo, los médicos no eran precisamente los que mejor olían. Muy rara vez se lavaban las manos o los instrumentos, lo que hacía que dejaran a su paso “el tradicional hedor hospitalario”, según informó la BBC.
La suciedad y la hediondez estaba presente tanto en los cirujanos como en los quirófanos. Rastros de sangre y trozos de tejidos podían observarse por todas partes. A veces el suelo debía ser rociado con aserrín para absorber el exceso de fluidos.
En ese tiempo, la probabilidad de sobrevivir era mayor cuando los pacientes eran tratados en casa, pues el riesgo de muerte aumentaba de 3 a 5 veces más en un hospital.
Por algo se les pasó a llamar “Casas de la Muerte”.
Ignaz Semmelweis, el pionero del lavado de manos
Mientras la actividad sanitaria seguía su curso en medio de los gérmenes, apareció en la década de 1840 un hombre buscando frenar la propagación de infecciones a través de la ciencia.
Se trataba del médico cirujano y obstetra Ignaz Semmelweis.
Este doctor húngaro intentó aplicar un método de lavado de manos en el Hospital General de Viena (Austria) para bajar las tasas de mortalidad en las salas de parto.
Antes de que Louis Pasteur confirmara la teoría de los gérmenes en la segunda mitad del siglo XIX, a muchos médicos no se les pasaba por la cabeza la idea de que las míseras condiciones en los sanatorios fueran tan determinantes al momento de causar infecciones.
En esa época, existía una creencia generalizada de que las enfermedades se transmitían por medio de nubes de un vapor venenoso que contenía unas partículas toxicas llamadas ‘miasmas’.
Desigualdad a la vista
La población de más riesgo incluía a las mujeres embarazadas, en particular a aquellas que durante el parto sufrían desgarros vaginales. Este tipo de heridas eran el entorno ideal para alojar los microorganismos que los médicos llevaban de un lado a otro.
Semmelweis se dio cuenta que las dos salas obstétricas del Hospital General de Viena, a pesar de que eran idénticas, presentaban una importante desigualdad.
Mientras la atención en una de ellas corría por cuenta de los estudiantes de medicina hombres, la otra era atendida por parteras.
Pero justo la sala que los estudiantes supervisaban tenía tres veces más alta la tasa de mortalidad.
Anteriormente, esa desigualdad había sido atribuida a la rudeza en el trato que los estudiantes masculinos ofrecían a las pacientes. Se creía que eso afectaba a las madres, volviéndolas más vulnerables frente a la infección puerperal.
No obstante, a Semmelweis tal explicación no le resultaba convincente.
Nuevos sospechosos: el sacerdote o las bacterias
Luego de un tiempo, observó que cuando una madre fallecía de fiebre infantil llegaba un sacerdote caminando muy despacio a la sala acompañado de un asistente que tocaba una campana.
A partir de esto, Semmelweis supuso que ese acto causaba tanto terror a las mujeres recién paridas que les hacía desarrollar la fiebre, enfermando y muriendo poco después.
Tras cambiar el recorrido del sacerdote e impedir que la campana sonara, pudo comprobar que las muertes nada tenían que ver con esto.
Pero al morir en 1847 un colega suyo debido a una herida en la mano que se había hecho durante una autopsia, le vino a la mente el indicio que necesitaba.
Realizar un examen post mortem en ese entonces implicaba asumir serios riesgos físicos que, en muchos casos, provocaban la muerte. El más mínimo corte en la piel que fuese ocasionado por un cuchillo de disección era un peligro inminente.
Cuando su colega agonizaba, Semmelweis observó que estaba presentando síntomas muy parecidos a los de las madres con infección puerperal.
Entonces, el galeno planteó la posibilidad de que fuesen los médicos los responsables de esa enfermedad, dado que muchos de los estudiantes pasaban directamente de hacer una autopsia a la sala de partos.
No era extraño ver a los estudiantes de medicina salir de las clases de disección con pedazos de carne adheridos a sus trajes.
Y lo que conduciría finalmente hacia esa diferencia entre las tasas de mortalidad de la sala de médicos y la de parteras era que los estudiantes de medicina hacían autopsias, mientras que las parteras no.
¿Habría Semmelweis identificado el problema?
La solución en tres palabras
Antes de que se comenzara a entender mejor el tema de los gérmenes, la solución a la miseria de los hospitales pasaba por medidas bastante extremas: demoler las instalaciones y volverlas a construir. Tales disposiciones fueron apoyadas incluso por reconocidos médicos como James Y. Simpson (1811-1870) y John Eric Erichsen (1818-1896).
Pero Semmelweiss consideraba que la demolición era una decisión demasiado drástica.
Luego de determinar que la fiebre puerperal era producida por el “material infeccioso” de los cadáveres, instaló en el hospital un recipiente con solución clorada y de inmediato empezó a salvar la vida de las mujeres solo con tres sencillas palabras: “lávese las manos“.
Así entonces, los médicos que salían de las autopsias y pasaban a las salas de parto tenían que aplicarse la mezcla antiséptica antes de atender a las mujeres.
La mortalidad en la sala de médicos cayó considerablemente: en solo un mes pasó del 18,3% al 2%.
El éxito sin reconocimiento de Ignaz Semmelweis
Las exitosas cifras de Semmelweis hablaban por sí solas. La práctica del método continuó e indudablemente evitó la muerte de muchas mujeres en ese tiempo.
Aun así, muchos de sus colegas no quedaron convencidos con su teoría que relacionaba la fiebre puerperal con la contaminación de las autopsias.
En concreto, les resultaba difícil admitir que los estudiantes de medicina estaban matando a las mujeres. Aunque hasta ese momento Semmelweis no lo decía de esa forma.
Pero después de recibir múltiples críticas negativas y comentarios desalentadores de un libro que escribió sobre el tema, Semmelweis se enfrentó a sus adversarios tildando de “Asesinos” a los médicos que no se lavaban las manos.
Comienzan las adversidades
Las consecuencias no tardaron en llegar. Su contrato con el hospital de Viena no fue renovado y la única opción del médico fue regresar a su natal Hungría. Consiguió un cargo relativamente modesto y sin remuneración atendiendo la sala obstétrica del pequeño Hospital Szent Rókus de Pest.
Allí también logró ganar la batalla contra la fiebre puerperal a través del lavado de manos. Lo mismo ocurrió en la clínica de maternidad de la Universidad de Pest, donde fue profesor más tarde.
Sin embargo, las críticas en su contra no cesaron, lo que hizo exacerbar aún más su ira hacia los colegas que no aceptaban su método de lavado de manos.
Vino entonces un aparente deterioro en su estado de ánimo. En 1861, Semmelweis comenzó a sufrir de depresión severa. Perdió su capacidad de concentración y cualquier conversación a convertía en un tema sobre fiebre puerperal.
Ignaz Semmelweis al manicomio
Un día cualquiera, uno de sus colegas lo llevó a una institución para enfermos mentales con la excusa de visitar las instalaciones de un nuevo hospital.
Semmelweis sospechó de lo que estaba ocurriendo e intentó huir, pero recibió una fuerte golpiza de los guardias y fue sometido. Le pusieron una camisa de fuerza y lo encerraron en una celda oscura.
Falleció al cabo de dos semanas de su confinamiento, el 13 de agosto de 1865, a los 47 años. Una herida gangrenada habría sido su posible causa de muerte. Solo unas pocas personas asistieron a su funeral (su esposa no asistió) y escasamente se informó de su muerte en algunas revistas médicas de Viena y Budapest.
Sobre la muerte de Ignaz Semmelweis existen muchas dudas. Al parecer, su historia clínica en la institución mental fue escrita después de su deceso, pues contiene numerosas inconsistencias.
Se puede decir que su vida pasó sin pena ni gloria, pues al final su trabajo no obtuvo el reconocimiento que merecía. Solo tardíamente fue admitida la evidencia observacional de Semmelweis, y 20 años más tarde el trabajo de Louis Pasteur ofreció una explicación teórica, la teoría de los gérmenes como causantes de enfermedad.