Trump firma la paz y a la izquierda le da urticaria

¿Paz sin revolución?

El mundo respira con la noticia de un nuevo acuerdo de paz entre Israel y Palestina. Otra firma, otra foto, otro titular con promesas de “nuevo comienzo”. Los líderes sonríen, los flashes chispean, los discursos apelan a la esperanza… y todos fingen olvidar que la palabra paz lleva tanto uso que ya suena como un eslogan publicitario.





Esta vez, la firma viene apadrinada por Estados Unidos, con Donald Trump reclamando su papel de arquitecto del milagro. No es el primer presidente norteamericano en intentar poner orden en Medio Oriente, pero sí el más audaz a la hora de convertir cada movimiento diplomático en espectáculo televisado. Le funciona: el público adora a los personajes que logran hacer del caos una historia con música épica.

Lo cierto es que, aunque el pacto contiene avances reales —intercambio de rehenes, liberación de presos, corredores humanitarios—, el escenario sigue siendo el mismo: una región agotada, más cerca del colapso que de la reconciliación. Y aun así, el mundo aplaude. Porque necesitamos creer que el fuego puede apagarse con una firma y que la razón puede imponerse entre quienes han vivido décadas a punta de trauma y rencor.

Pero lo más curioso no es la paz, sino quién se la atribuye. La izquierda internacional, esa que presume de diplomacia, ahora parece sufrir una especie de urticaria ideológica. No saben si aplaudir o rascarse. Es difícil reconocer un logro cuando lo protagoniza quien, según su dogma, no debería lograr nada. Trump puede ser muchas cosas, pero no el héroe que sus detractores querrían ver salvando vidas.

Desde América Latina, el reflejo fue previsible. Gustavo Petro, siempre dispuesto a convertir la geopolítica en performance, se subió al escenario del discurso fácil. Unas cuantas frases incendiarias en la ONU, llamados a la protesta y una retórica de “pueblos oprimidos” que, irónicamente, acaba oprimiendo a su propio país con más división que justicia. Las barricadas siempre lucen bien en los titulares, hasta que alguien tiene que limpiar los cristales rotos.

El problema no es la ideología, sino el espectáculo. El socialismo contemporáneo ha hecho del drama su herramienta política favorita. Mientras unos hablan de paz, otros gritan por redes sociales, convocando multitudes con hashtags que duran menos que la calma de una tregua. La revolución hoy no necesita fusiles; basta un trending topic y un enemigo simbólico al que culpar de todo.

Mientras tanto, los verdaderos artífices del acuerdo —diplomáticos, mediadores, técnicos, familias que esperaron años por un rehén— quedan relegados a una nota al pie. La historia siempre prefiere los grandes nombres a los gestos silenciosos. Pero es en esos gestos donde suele habitar la paz de verdad: en la mano que tiembla al firmar, en la voz que cede sin cámara, en el dolor que decide no perpetuarse.

Aun así, no faltarán los escépticos que digan que la paz de hoy es solo una pausa entre dos guerras. Probablemente tengan razón. Pero la alternativa —seguir contando cadáveres— es demasiado vulgar hasta para los más cínicos. Mejor una tregua imperfecta que un cementerio impecable.

Y sí, hay algo que resulta grotesco en ver al mundo celebrar un acuerdo como si fuese una victoria de todos, cuando los misiles aún humean y las madres siguen llorando a sus hijos. Pero quizá el ser humano necesita estas ilusiones periódicas para no aceptar lo evidente: que somos pésimos aprendices de nuestra propia historia.

Cada generación cree que su conflicto es el último, que su solución será definitiva, que esta vez sí aprendimos. Y, sin embargo, el ciclo se repite. Firmamos tratados, levantamos muros, derribamos otros, cambiamos las banderas y mantenemos intacto el ego. La guerra, al final, no es un fenómeno político: es un producto humano.

El mundo necesita paz, pero sobre todo necesita humildad. La paz se firma con tinta, pero se mantiene con conciencia. Y eso no depende de la foto ni del presidente que se la atribuya, sino de la voluntad colectiva de no volver a matarse por banderas, fe o territorio.

Quizá Trump pasará a la historia como el presidente que consiguió una tregua donde nadie esperaba una. Quizá durará un mes o un año. O quizá volverá a arder todo. Pero si algo nos ha enseñado la historia —de Berlín a Caracas, de Pyongyang a Gaza— es que los discursos que prometen redención absoluta suelen acabar fabricando ruinas.

Y mientras el mundo celebra su nueva paz provisional, los socialistas de salón seguirán señalando culpables, los populistas seguirán incendiando las plazas, y los realistas —esos raros seres que aún creen en la diplomacia discreta— seguirán trabajando sin ruido. Porque la paz, como la inteligencia, nunca ha necesitado tanto de las palabras como del silencio.

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