Colombia, el país donde el debate sobre “el socialismo del siglo XXI” se libra a mordiscos en X (antes Twitter) mientras la realidad hace fila para ser atendida. Entre condenas históricas, funerales politizados y trincheras digitales, la épica revolucionaria se nos quedó en eslogan, pero el costo humano sigue pasando la factura.
Empecemos por lo que sí ocurrió —y cuenta— en los tribunales. Un juzgado condenó en primera instancia al expresidente Álvaro Uribe a 12 años de detención domiciliaria por soborno a testigos y fraude procesal. No es una anécdota: es un terremoto político-judicial con réplicas garantizadas, porque la sentencia puede ser apelada. Aquí no hay “plot twist”, hay Estado de derecho funcionando… o al menos intentándolo entre gritos y memes.
Quien crea que el expediente judicial es blanco o negro, que mire el caso de Diego Cadena, abogado de Uribe: condenado por un frente del expediente y absuelto por otro —porque así de poco televisiva es la justicia real, llena de matices jurídicos y menos épica que un hilo viral. Queda la sensación de malabarismo técnico y de que cada bando solo oye el aplauso de su grada.
De los estrados pasamos al duelo. Miguel Uribe Turbay, senador de oposición herido en un atentado el 7 de junio, murió el 11 de agosto de 2025. El país lloró, discutió, y de nuevo corrió a X a repartir culpas como si fueran stickers. El dolor no debería ser combustible político, pero en Colombia convierte cualquier chispa en incendio.
Y en X, cómo no, apareció el presidente Gustavo Petro: primero con largos historiales de agravios contra Uribe Turbay cuando estaba vivo; después, con objeciones a los honores póstumos. Nadie pidió prudencia cuando el algoritmo premiaba la metralla verbal, pero ahora que el silencio sería un gesto mínimo de humanidad, nos piden bajar el tono. El manual se escribió al revés.
Esta es la paradoja contemporánea: la izquierda gubernamental que durante años convirtió el insulto en herramienta política, ahora predica la templanza; la derecha, que idolatró la mano dura, exige presunción de inocencia. No es debate; es trueque de máscaras. La coherencia se volvió una especie en vía de extinción.
Hablemos de “socialismo” en abstracto, ese comodín ideológico que sirve para todo. Cuando se convierte en religión, la economía deja de ser ciencia y pasa a ser liturgia. La comparación incómoda persiste: dos Coreas con una misma historia y resultados opuestos; un muro que cayó porque la gente prefirió cruzarlo a seguir recibiendo promesas planificadas. No hace falta tesis doctoral para entender el mensaje.
Y, por si a alguien le quedan dudas sobre paraísos planificados, ahí está Venezuela: una contracción económica gigantesca, hiperinflación épica y una diáspora de millones. Es un espejo cercano que muchos prefieren empañar con consignas antes que limpiarlo con datos. No es “narrativa de derecha”: son estadísticas, informes y neveras vacías.
¿Significa esto que todo lo que huela a justicia contra un expresidente es “socialismo judicial”? No. Significa que si no blindamos el sistema con reglas claras y un estándar de imparcialidad, cualquier decisión sonará a vendetta. Por eso duele la asimetría percibida: el Ejecutivo opinando a martillazos en X mientras los jueces escriben a lápiz fino, y el país oyendo solo los martillazos.
El socialismo criollo —el de la épica tuitera— promete igualdad, pero produce algo más mezquino: jerarquías morales. Hay víctimas “con narrativa” y víctimas “incómodas”; hay muertos que merecen silencio y otros usados como banderas. Ese doble rasero es la verdadera fábrica de resentimiento. No reparte pan; reparte rencores.
A la derecha tampoco le faltan pecados: convertir a Uribe en tótem intocable fue un atajo para no discutir responsabilidades. Si hay condena en primera instancia, se acata y se apela. Punto. El garantismo sirve para amigos y enemigos, o no sirve. Lo otro es fanatismo con corbata.
La justicia colombiana necesita menos reflectores y más consistencia. Cuando un abogado resulta culpable en un capítulo y absuelto en otro, el mensaje técnico es que los jueces leen pruebas, no hashtags. El problema es que la política exige eslóganes, y los matices jurídicos son veneno para el rating.
Mientras tanto, el presidente no puede comportarse como jefe de barra brava digital. Gobernar no es retuitear. Es más difícil y menos divertido. Y, sin embargo, imprescindible cuando la sangre aún está fresca y la familia del difunto todavía respira entre flores.
El país no es solo un ring ideológico. Es también el lugar donde el pan sube, el empleo aprieta y la esperanza baja. La izquierda que prometía dignidad encontró el muro de la gestión; la derecha que prometía orden descubrió que el orden sin justicia es apenas silencio forzado. Mientras tanto, la gente hace cuentas y apaga la luz.
Hablemos claro: la violencia política no empezó con esta administración ni terminará con ella. Pero usar la muerte como trending topic, y la condena judicial como fogata, es la receta perfecta para que la democracia quede al punto de ceniza. Colombia necesita un “apagafuegos institucional”: menos comentario, más contención.
A quienes siguen idolatrando utopías socialistas con resultados distópicos, el mapa global les arruina el relato: derrumbes económicos, éxodos, muros que cayeron por el peso de la realidad. No son anécdotas; son advertencias en letras gigantes. Y aun así, hay público que aplaude promesas que ya fracasaron en temporada anterior.
A los que creen que todo proceso contra Uribe es persecución, también les toca mirar el expediente sin consignas. Si hay pruebas, hay sentencia; si la defensa las desarma, habrá absolución. Pero convertir cualquier fallo en conspiración perpetua es dinamitar el único puente que nos queda: el judicial.
El duelo por Miguel Uribe Turbay merecía otra altura: menos cálculo, más respeto. La grandilocuencia moral debería empezar por el silencio, no por el hilo de 40 trinos. Un país serio sabe llorar a sus muertos sin pasarlos por caja registradora de clicks. Eso también es civilización democrática.
Si de socialismo hablamos, que sea con la dureza de los hechos y no con el algodón del eslogan. Igualdad no es igualar hacia abajo. Justicia social no es impunidad selectiva. Y prudencia no es un traje que uno se pone solo en los funerales que no le convienen.
Colombia no necesita otra cruzada ideológica; necesita una dieta estricta de coherencia. O las reglas son para todos, o no son para nadie. O el duelo es sagrado, o es mercancía. O la justicia se respeta, o la convertimos en trending topic con martillo.
Porque en medio del ruido, lo esencial se pierde: si el poder —de izquierda o de derecha— convierte la justicia y el dolor en munición, la democracia termina siendo el blanco. Y ese disparo, cuando suena, ya no admite hilo de X, ni editorial brillante, ni absolución retórica. Solo consecuencias.