Europa acaba de ponerle nombre al silencio de muchos campos: por primera vez, las abejas melíferas silvestres han sido reconocidas oficialmente como “en peligro” dentro de la Unión Europea. No hablo de colmenas de apicultor —que suben o bajan según mercado y manejo—, sino de las colonias que viven sin nuestra ayuda. El icono primaveral ha pasado a ser señal de alarma.
No son tus colmenas, es el paisaje
La confusión habitual: “Pero si veo miel en el súper y colmenas en el monte, ¿cómo que están en peligro?” Fácil: las abejas gestionadas se multiplican con inversión; las silvestres dependen de huecos en árboles, mosaicos de flores y estaciones que no se vuelven locas. Y eso justo es lo que falta. Por eso la categoría de amenaza se aplica a las poblaciones silvestres, no a la apicultura.
El contexto es aún más feo: la Lista Roja europea acaba de actualizar que 172 de 1.928 especies de abejas silvestres están amenazadas (el doble que hace una década), y las mariposas siguen la misma pendiente. Si te da igual el bicho, piensa en la compra: sin polinizadores, la dieta se estrecha y el ticket sube.
Detrás del declive no hay misterio, hay modelo de campo: pérdida de hábitat por intensificación, pesticidas, exceso de nitrógeno y un clima que descoloca floraciones. Añade la presión de especies invasoras (sí, hasta Apis florea ha asomado por Malta) y los parásitos de siempre, y ya tienes el cóctel.
“En peligro” en la UE, “datos insuficientes” más allá: la letra pequeña
El titular dice “en peligro dentro de la UE”; en el resto de Europa, la etiqueta es “datos insuficientes” porque faltan series robustas en regiones completas (Báltico, Balcanes, Escandinavia, Este). No es que fuera de la UE estén bien: es que no sabemos lo bastante para rubricarlo. Traducción: o medimos mejor, o seguiremos discutiendo a ciegas.
Que nadie se lleve a engaño: ya había trabajos científicos avisando de que las poblaciones silvestres de Apis mellifera caen en picado (estimaciones de declives del 50–60 % por década en varios países), con colonias funcionando como “sumideros demográficos”. La actualización oficial solo ha puesto el sello que faltaba.
Y tampoco vale pensar que subir colmenas gestionadas compensa lo perdido: en determinados paisajes aumenta la competencia por néctar y polen con otras abejas y polinizadores, y empeoras el panorama. La apicultura es valiosa, pero no sustituye a la biodiversidad.
Qué hacer cuando el campo se queda sin zumbido
Las herramientas existen y no son de ciencia ficción: restaurar hábitat (setos, lindes florales, barbechos de verdad), reducir y temporizar fitosanitarios, reconectar paisajes y crear cavidades (cajas-nido en arbolado y bosques) para que las colonias silvestres tengan dónde vivir. Es burocráticamente aburrido, sí; funcional, también.
Hace falta además monitorización seria (series temporales comparables; menos anécdota, más dato) y algo impopular: pagar por servicios ecosistémicos a quien hace bien las cosas. Pedir fresas perfectas y baratas en enero mientras recortamos el campo a ras es como querer abejas sin flores: un chiste sin gracia.
El papel de las ciudades no es decorativo: menos césped-alfombra, más floraciones nativas; balcones que alimenten y no solo adornen; parques con gestión amable para insectos. No vas a salvar Europa con tres macetas, pero puedes resucitar tu barrio. Es empezar por el principio.
Y la parte incómoda: cambiar inercias. Si el calendario agrícola, la PAC y la logística premian el monocultivo estéril, el resultado es previsible. Pedimos resiliencia al clima extremo con un paisaje de plástico. Luego nos sorprende que falte miel y sobre silencio.
La buena noticia es que sabemos qué hacer y, donde se hace, funciona; la mala, que requiere lo que menos nos gusta: constancia. Que la abeja melífera silvestre esté ya “en peligro” en la UE no es una etiqueta bonita para un comunicado: es el presupuesto que falta en los ecosistemas. Si queremos seguir untando miel sin que se nos indigeste el precio, habrá que invertir en lo que no cabe en el tarro: flores, huecos, mosaicos y paciencia. El resto —perdona— es ruido.