Cada cierto tiempo, la ciencia —o lo que los medios deciden llamar ciencia— nos recuerda que estamos a un par de bocados de la inmortalidad. Esta vez, los elegidos para salvarnos no son las semillas de unicornio ni los batidos detox del influencer de turno, sino diez alimentos reales, de los que se compran en el mercado y no necesitan etiqueta en inglés: almendras, chirimoya, perca, peces planos, semillas de chía, semillas de calabaza, acelgas, grasa de cerdo, hojas de remolacha y pargo rojo. La santísima decena de la nutrición.
La lista, por supuesto, viene avalada por estudios y porcentajes, con el sello de la ciencia como si fuera una bula papal. Y sí, los datos son interesantes: proteínas de alta calidad, grasas saludables, antioxidantes, fibra, omega 3. Pero más allá del laboratorio, la noticia se convierte en un fenómeno cultural. Porque no se trata de comer bien, sino de sentirnos moralmente superiores por hacerlo. Comer almendras ya no es solo una elección alimentaria, es una declaración de virtud.
El berro, la quinoa o el kale ya tuvieron su momento; ahora toca desempolvar la chirimoya, esa fruta que muchos daban por extinguida en los supermercados, o reconsiderar a la humilde grasa de cerdo, la gran villana redimida de la nutrición moderna. Lo curioso es que la ciencia siempre llega tarde a lo que la abuela ya sabía: que no hay pecado en un guiso con fundamento y que la moderación salva más vidas que cualquier semilla milagrosa.
Aun así, el ritual de la lista anual de superalimentos tiene algo de entretenimiento global. Nos gusta la idea de que un solo alimento pueda compensar el caos. Comes una ensalada con acelgas y chía, y sientes que ya hiciste algo por la humanidad. Es la versión gastronómica del lavado de conciencia: el mismo que permite al ejecutivo estresado devorar un filete de pargo rojo después de pasar diez horas frente a una pantalla y dormir cuatro.
Y ahí está el primer problema: no comemos para vivir, comemos para justificarnos. Cada semilla se convierte en penitencia, cada bocado en una declaración de fe. Las redes sociales hacen el resto. Publicar una foto de tu tazón con chía y remolacha te da la misma validación que adoptar un gato callejero. No importa si luego cenas pizza congelada; el algoritmo ya te absolvió.
La lista también tiene su dosis de ironía geopolítica. Mientras Europa se obsesiona con las semillas de calabaza, medio planeta ni siquiera tiene acceso regular a frutas frescas. Pero claro, siempre es más fácil medir el índice antioxidante de la almendra que enfrentar las desigualdades alimentarias. La ciencia nos da un top 10, pero no un plan para que todo el mundo pueda comer algo más que pan barato y estrés.
Y luego está la grasa de cerdo, el gran plot twist de esta historia. Durante años, la desterramos al infierno de lo prohibido. Ahora resulta que es saludable “en moderación”. Qué sorpresa. Es el mismo principio que usamos con el dinero, el poder y las redes sociales: destruyen si se abusan, pero quién va a resistirse. Quizá lo más saludable de todo sea admitir que el problema no está en el cerdo, sino en nuestra incapacidad para dejar de convertir todo en ideología.
El discurso nutricional se ha vuelto casi teológico. Los alimentos buenos, los malos, los que expían tus excesos. Las almendras como ángeles guardianes, la grasa como demonio rehabilitado. Y nosotros, fieles en la misa del bienestar, esperando que la próxima lista nos confirme que lo que comemos nos convierte en mejores personas.
Mientras tanto, los expertos discuten si la chirimoya tiene más o menos fibra que el aguacate, y nadie repara en que seguimos comiendo cada vez más solos, más rápido y con más ansiedad. Nos obsesionamos con el contenido del plato, pero ignoramos el contexto. La salud no está en la lista, sino en la relación que tenemos con ella. Pero eso no da titulares.
Lo realmente insano no es comer mal, sino creer que comer bien basta. Ninguna semilla de chía puede arreglar un sistema que convierte el bienestar en lujo. Ni el pargo rojo ni la acelga curarán el cansancio estructural de una sociedad que corre sin saber por qué. Si acaso, lo disimulan con un poco de clorofila.
Y sin embargo, hay algo entrañable en todo esto. En que sigamos buscando esperanza en lo más básico: la comida. Tal vez el ser humano no ha cambiado tanto desde que descubrió el fuego. Seguimos creyendo que lo que ponemos en la boca puede redimirnos. Y aunque sea mentira, al menos tiene mejor sabor que la resignación.
Así que adelante, come tus almendras, tus chirimoyas y tus acelgas. Hazlo por salud, por placer o por moda, da igual. Solo recuerda que ningún alimento te salvará del tedio, del estrés o del algoritmo. Pero al menos, mientras dure el bocado, tendrás la ilusión de estar haciendo algo bien. Y eso, en estos tiempos, ya es mucho.

