El padre de la inteligencia artificial y el monstruo que ya no obedece

La escena parece escrita por Mary Shelley: un científico brillante construye un prodigio de la razón y, de pronto, se da cuenta de que lo que tiene delante no es una obra maestra, sino un monstruo que empieza a mirarle por encima del hombro. Geoffrey Hinton, apodado el “padrino de la inteligencia artificial”, no habla de literatura gótica, sino de su propia criatura: los algoritmos que hoy definen la política, la economía y hasta la intimidad de las personas.





Cuando el genio se arrepiente

Hinton no es un charlatán cualquiera que haya leído cuatro tuits alarmistas. Es el investigador que durante décadas defendió las redes neuronales cuando la comunidad científica las consideraba una quimera. Su nombre es parte de la base genética de la IA actual. Y, sin embargo, el hombre que puso los cimientos ahora se aparta de su obra, reconociendo con crudeza que la criatura se le escapó de las manos.

Lo que dice no es menor: la IA ya no necesita supervisión humana para aprender; devora información, produce resultados sorprendentes y comienza a replicar procesos que ni siquiera sus propios creadores entienden del todo. Si antes la obsesión era que los algoritmos aprendieran, hoy el miedo es que aprendan demasiado bien.

El discurso de Hinton tiene un sabor a confesión tardía. Como quien, tras años de insistir en que su experimento era inofensivo, de repente admite que podría estar alimentando el incendio que quemará la aldea. Su arrepentimiento, sin embargo, no detiene la marcha de Silicon Valley ni de los gobiernos que han convertido a la IA en su juguete predilecto.

El espejismo del progreso

La sociedad sigue creyendo que cada avance tecnológico es un paso inevitable hacia un mundo mejor. Los políticos se suben a la ola para presumir de modernidad, las empresas ven en la IA un filón de oro y los ciudadanos caen rendidos a aplicaciones que les ahorran segundos de vida a cambio de entregar datos personales sin pestañear.

Hinton, en cambio, se atreve a señalar lo obvio: el espejismo de la eficiencia encubre riesgos devastadores. La IA ya está en capacidad de desinformar a una escala industrial, manipular elecciones, desplazar millones de empleos y redefinir lo que entendemos por realidad. Un algoritmo que inventa una noticia falsa lo hace con la misma convicción que otro que diagnostica un cáncer. Y en ambos casos, el ser humano queda reducido a un espectador confiado.

El problema no es solo técnico, sino moral. ¿Qué pasa cuando las máquinas empiezan a decidir qué merece ser visto, leído o creído? La idea de que la inteligencia artificial pueda llegar a tener un criterio propio, aunque aún suene a ciencia ficción, no está tan lejos como muchos prefieren imaginar. Y cuando llegue, ya será demasiado tarde para discutir si la deberíamos haber detenido a tiempo.

El dilema de nuestra época

La paradoja es grotesca: quienes lideraron la carrera hacia la IA avanzada ahora advierten del peligro, como si pudieran lavarse las manos con un comunicado de prensa. Hinton lo sabe: no existe botón de apagado que devuelva las cosas al punto de partida. El monstruo ya está en la sala y nadie se atreve a mirarlo directamente a los ojos.

El dilema, entonces, no es tecnológico, sino político y ético. ¿Podrán los gobiernos, plagados de intereses y lentitudes burocráticas, regular algo que evoluciona más rápido que cualquier ley? ¿O quedaremos a merced de corporaciones privadas cuya brújula ética se resume en la cuenta de resultados trimestral?

El silencio de muchos expertos, que callan mientras cobran, es tan ensordecedor como la voz de Hinton. Al final, lo que se juega no es solo la supremacía tecnológica entre países, sino la capacidad de los ciudadanos de seguir siendo algo más que piezas de datos para alimentar a la criatura.

El debate sobre la IA ya no debería centrarse en lo que puede hacer, sino en lo que estamos dispuestos a permitir que haga. Y ese es un terreno mucho más incómodo, porque obliga a admitir que la tecnología no nos salvará de nuestras contradicciones humanas.

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